Café
 Monday, February 12, 2007

La Santisima Trinidad de Santivañez



Escribe: Dany Erick Cruz Guerrero

Corpulento, macizo y pulcro, vistiendo una cafarena negra de cuello redondo y una gran cruz dorada sobre el pecho. De rato en rato halagándose el mentón con la mano derecha, el codo apoyado en el brazo del sillón que le ha tocado ocupar en el centro de la mesa de panelistas, quizá un poco incómodo por la noche de julio en la del eterno calor. El auditorio del edificio de ex-rectorado de la Universidad Nacional de Piura está lleno de jovencitos cansados sin mayor expectativa que el vino tinto que no vendrá más tarde, salvo que cada uno baile con su pañuelo, de hecho. Una pregunta al aire, la respuesta viene del aire: son los alumnos de Gutarra, dijo que iba a pasar lista.
Se rememoran tiempos de farra y poesía: el jirón Cuzco, la avenida Bolognesi, Los sueños de Ecce Homo, El cuchillo entre los dientes… el olor a santidad propicio para que Burneo resalte de Santiváñez los ímpetus de irreverencia y contradicción, porque los dichos atuendo y apariencia, a decir de nuestro mayor crítico, son más propios de un párroco que de un poeta de la estimación de Santiváñez. Pero eso no es lo único, eso se agrava con el título y el libro que desde tierras lejanas nos viene a presentar: Eucaristía (Tsé≈Tsé, 2003), rótulo cuya propuesta de sacralizar lo profano[1] tendrá rápida acogida entre nuestros noveles poetas (sorry, patas, no es contra ustedes). Alimentados ellos (también), además, de cierto talante con el que se autoreclaman hijos (y naturales, de seguro) o, a lo mucho, nietos de Huidobro, el poeta chileno que le tuvo tiña a la Naturaleza y nos obligo a oír el disueno de llamarla “chocha”, cuando tan elogiada y respetada hubo sido por Kant.
¿De dónde habrán aprendido eso de señalarse a sí mismos como marginales (palabra que convendría subrayar o poner entrecomillada)? Así se pregunta, por impulso de las musas, quien esto escribe. Cuentan las lenguas educadas que allá por los comienzos del siglo XVII un viejito demente llamaba sabio a quien las hazañas y aventuras suyas escribía o escribiría. ¡Pero era el sabio quien ponía esas palabras en boca del viejito! ¿De allí aprendieron? ¿Habremos, entonces, de juzgar al maestro por los excesos del aprendiz? No, ciertamente. ¿Desearan las portadas de los suplementos culturales de los diarios para quejarse de no tener espacio donde verter sus opiniones y conocimientos, bien ganados, sin duda, a fuer de pestañas quemadas y ceniceros llenos y chatas vacuas? ¡Oh, musas, amparadme en este trance, que Dios es humano y albicante, así como surrealista y comerciante! Tan manoseado está, El Pobre, que ya ni los sacerdotes (excepto nuestro magno cardenal) rezan el Padre Nuestro para no caer el lugar común.
Pero volviendo a lo nuestro: ¿Necesita lo marginal señalarse como marginal? ¿O debe ser señalado desde lo no-marginal para ser marginal? ¿O son puros cuentos que nos cuentan para llenarnos de miedo y en el grito meternos el dedo a la boca? Mejor alcoholemo la cara / e lavémono la vista, como dijo alguna vez don Luis de Góngora. Y como quiera que quien esto escribe también algunas horas a gastado en elucubrar secuencias lineales (horizontales y verticales, por si acaso) de palabras con propósito sanamente literario, es lícito que se le deje decir que también quiere ser marginal para que la oficialidad le reconozca tal estado, pues, como otro sabio decía, que es bien fácil hacer la revolución con la refri llena y beca de por medio.Así, pues, ¿será bueno, a estas alturas del siglo XXI, allanarse a los designios de las musas? ¿A quién se dirige la pregunta? Carajo, debiera irme a dormir en esta noche de insomnio, en lugar de emprenderla contra quienes son dignos ejemplos a seguir y amarrarme el hocico, en todo caso, trapearmelo. Pero para terminar este desvarío (que hay que llegar a las mil palabras y faltan más de trescientas), debe decirse que la hora de firmar la portadilla de Eucaristía llegó, no sin antes haber todos oído, no sin deleite, los no poco musicales versos de nuestro poeta, que entró en tal éxtasis verbal que de no haberle alguien avisado caletamente que ya era hora, que el edificio se cerraba, habríamos tenido una noche más memorable por la abundancia de poesía.La dedicatoria del ejemplar eucarístico que quedó en propiedad de quien esto escribe, después de consignar el pequeño nombre del destinatario, pone “esta rara poesía”. Y vaya si es rara. Muchos se sentirán ante ella como debieron de sentirse aquellos que no pudieron entrar a la comunidad hermética de los pitagóricos, o, sin irnos tan lejos, como aquellos que no ingresaron a la universidad a la primera (que son muchos) ni a la segunda (que son tantos como en la primera) ni a la tercera. (¡Ya faltan menos de doscientas!)¿Algo, doctor, hemos podido ver claramente? No sabemos. O, mejor dicho, sí: nos ha sido revelada la circunstancia de autoreconocernos incapaces, por ahora, de penetrar al detalle en ese universo mágico-religioso (faltan casi ciento cincuenta) donde el lenguaje es una orgía presidida por Rocco y secundada por Adonis y Paris, y aplaudida de faunos ezraítas (de Pound) que muerden los pezones de Beatriz, Stella Maris, Lourdes y el séquito de ninfas que las acompañan en la bruma del deseo impoluto y satisfecho: “Créame pura en la pureza purificada / En la purificación de tu rebeldía” (p. 23).
Y para terminar (que ya faltan menos de cien palabras), volvamos a la noche del 16 de julio del 2003. Le juro, doctor, que regresamos al campus. ¿Habíamos estrechado la mano de un poeta o de un párroco? Después de tantos años creo que de un párroco que quiso ser poeta y supo conciliar ambas naturalezas para iniciar el canto. Creo, además, que esa fue mi intuición cuando me senté junto a mis amigos a esperar el desfile en traje de noche. Estoy casi seguro… y no sigo, porque mi profesor de literatura latinoamericana sostiene que debo leer más poesía.
[1] Cfr. la reseña publicada en Ajos & Zafiros Revista de Literatura Nº 7, 2005, p. 237-239.

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Luis Alberto Castillo: Poesía y locura



Por: Dany Erick Cruz Guerrero

Descubrí la poesía de Luis Alberto Castillo (Piura, 1951) durante mi tránsito por los ambientes de la Universidad Nacional de Piura. Apenas cursaba el segundo semestre cuando leí Y era la noche oscura (Lima, 1998), un breve libro que en principio me ganó por su cubierta negra, la única de ese color en el estante de libros, con un grabado de líneas negras firmes y definidas sobre fondo blanco que presenta a un hombre y una mujer vestidos a la usanza cortesana en lo que parece ser el patio interior de un castillo. Del macetero que media entre ambos ella toma una flor y con gesto delicado se la ofrece a él, que acepta el presente no sin cierta reticencia y elegancia. Desde la portada el libro está lleno de sugerencias.

La primera impresión que me causó la lectura de los poemas fue, para decirlo con las palabras de Pedro Lastra, la de «una vivencia aleccionadora». Los pasajes más vívidos que quedaron resonando en mi interior son los que se refieren a la soledad, acaso porque yo acababa de descubrirla, o inventármela. Pero, sobre todo, me sedujo la armonía entre música, ritmo y significación de los versos: la sucesión de imágenes y sonidos fluyendo en un lenguaje sobrio y a la vez intenso que sin darme cuenta ya me habían puesto entre los lectores frecuentes del pequeño volumen, ya que no entre los buenos que, según Edgar O’Hara, «ahí andan, de seguro». Sin embargo, en la satisfacción posterior a la lectura, una fisura abierta contra sí misma por el propio estremecimiento de la voz poética me llamaba como alertándome que entre la lucidez y la ironía que acompañan el intenso y sabio lirismo, esa noche oscura ocultaba la verdadera y más profunda revelación: la salvación entre la locura y la poesía.

Tal vez era que, sin ser opuestas, la locura y la poesía eran dos aspectos ––y no los únicos, por cierto–– de un asunto de suma importancia para el emisor de la voz poética. Su existencia dependía, por un lado, de su capacidad para articular su voz y, por otro, de su capacidad para escucharse y hacerse escuchar por los demás (los otros personajes y personas, de ficción y de realidad, dentro y fuera del libro: Melibea; Martín Adán, Oquendo de Amat, María Emilia Cornejo, Sigmund Freud, Robert Desnos, The Beatles, etc.; y, entre los más importantes, el lector). Por eso el desenlace de “Melibea negada por las palomas de la plaza San Francisco”, el poema capital, es tan dramático: el yo poético no solo es arrojado (o se arroja) a la oscuridad de la noche, sino a la noche muda y sorda (porque se ha quedado sin Musa y, por tanto, sin palabras, sin voz), allí donde tanto el instante como el silencio son eternos (y quizá una sola y misma cosa). La clave está en el epígrafe que Castillo eligió para el libro: El instante es eterno. Este verso de Martín Adán pertenece a un soneto cuyo tema es la creación poética como una labor que obliga permanentemente a reconocerse y perderse, es decir, que la propia identidad es presente pero inasible. Por eso Adán termina el soneto diciendo «¡Temo el hacer que me impone la lenta poesía!».

Y con ese temor, pues, la vida para el yo poético será un vano transitar sin asideros por la urbe ––imagen del mundo–– en busca del aliento y la palabra del ser amado, del otro y de sí mismo, sin encontrar sino el silencio o el bullicio. Ya ni siquiera el reconocimiento del pasado (la tradición si queremos leerlo como una poética) sirve de consuelo, ni tampoco el haber intuido y precisado el origen del malestar contribuye a menguarlo. «Nada detendrá la noche», se lee en el poema “Oquendo de Amat (1905-1936)” (p. 30).

Locura o Poesía. Enloquecer o Poetizar. El mismo dilema en que se vieron otros autores con quienes dialoga el libro. Martín Adán eligió el «exilio de adentro», como ha señalado Mirko Lauer, y que, entiendo, fue una forma de optar por ambas: seis meses en el manicomio, seis meses en bares, cantinas y prostíbulos limeños; pero siempre escribiendo. Mientras que por su parte, Oquendo de Amat («Tuve miedo/ y me regresé de la locura» podemos leer en “El poema del manicomio”) prefirió el «exilio de afuera» y encontró la muerte en Guadarrama, España, víctima tanto de la tuberculosis como de la Guerra Civil Española. Castillo escoge el silencio. El problema ya se lo había planteado en Melibea & otros poemas (Lima, 1977), libro que se puede leer como la contracara de Y era la noche oscura, pues mientras la lucidez de éste apunta a descifrar, por lo menos, tres misterios centrales: la palabra, la soledad y el tiempo; aquél se entretiene en un prosaísmo que, precisamente, lo distrae de los temas mencionados, aunque sin opacar demasiado su propia estética. Así, si en 1977 escoge la locura, en 1998 se replantea el asunto y opta por la poesía, aún a riesgo de mutua abolición (el silencio o el bullicio).

En el periodo de poco más de veinte años que hay entre ambos libros, Castillo no ha estado alejado de la creación poética. Es una lastima que ni durante ese tiempo ni después haya publicado más de sus trabajos. Su nombre, no obstante, ha estado presente en el ámbito cultural. Sus apuntes, notas y reseñas han aparecido en la revista la Casa de Cartón de Oxy. Ha sido incluido en las antologías Los otros (Piura, 1986) y Panorama de la poesía piurana actual (Lima, 1999) preparadas por Alberto Alarcón, Antología comentada de la expresión literaria contemporánea en la Región Grau (Piura, 1992) de Sigfredo Burneo y Poesía Peruana Siglo XX Tomo II (Lima, 1999) de Ricardo Gonzáles Vigil. Un poeta de valía, ciertamente, a quien es harto satisfactorio leer y revisitar.

Lima, marzo de 2006.

posted by ATHENEA @ 6:50 AM   0 comments

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